lunes, 4 de noviembre de 2013

Derecho a la vida


Por Luiz Inácio Lula da Silva. Publicado en Instituto Lula. Traducción propia.

En todo el mundo, sea en los países ricos, en desarrollo o pobres, el acceso a tratamientos médicos más avanzados está cada vez más difícil. Muchos de los enfermos no consiguen acceder a los medicamentos que podrían curarlos o por lo menos prolongar sus vidas.
La cuestión no ya no es si existe cura para una enfermedad –porque en muchos casos ella existe- sino de saber si es posible para el paciente pagar los costos del tratamiento.  Millones de personas se encuentran hoy en esa situación dramática, desesperante: saben que hay un remedio capaz de salvarlas y aliviar su sufrimiento, pero no consiguen utilizarlo, debido  su costo prohibitivo.
Hay una frustrante y deshumana contradicción entre admirables descubrimientos científicos y su uso restrictivo y excluyente.
De un lado, tenemos las empresas farmacéuticas, que desarrollan nuevas drogas, con inversiones elevadas y test sofisticados y onerosos. Del otro, tenemos aquellos que financian los tratamientos médicos: los gobiernos, en los sistemas públicos, y las empresas de planes de salud, en el área privada. En el centro de todo, el paciente luchando por la vida con todas sus fuerzas, pero que no está en condición de pagar para sobrevivir.
En los Estados Unidos, donde el presidente Barack Obama entabla hace años una batalla con la oposición conservadora para extender la cobertura de salud a millones de personas. En Europa, así en países ricos el sistema público muchas veces no consigue garantizar el pleno acceso a los nuevos medicamentos. En Brasil, el gobierno precisa cada vez de más recursos para los medicamentos que compra y provee gratuitamente, inclusive algunos de nueva generación. Y en África, el HIV alcanza contingentes enormes de población, al mismo tiempo que enfermedades tropicales como la malaria, perfectamente evitables, continúan causando muchas muertes y dejaran de ser priorizadas por las investigaciones de los grandes laboratorios.
Un video que circula en internet, hecho por una compañía celular, ha emocionado al mundo al mostrar los dramas entrelazados de un niño pobre de Tailandia, que tiene que robar para obtener remedios para su madre, y el de una joven teniendo  que lidiar con las cuentas astronómicas del hospital para salvar a su padre.
Conozco el drama de tener seres queridos sin un tratamiento de salud digno. En 1970, perdí mi primera esposa y mi primer hijo en una cirugía de parto, debido a la mala atención hospitalaria. Los años que siguieron, de luto y dolor, fueron de los más difíciles de mi vida.
Por otro lado, en 2011, ya como ex presidente, enfrenté y superé un cáncer gracias a los modernos recursos de un hospital de excelencia, cubiertos por mi plan privado de salud. El tratamiento fue largo y doloroso, pero la competencia y atención de los médicos, y el uso de medicamentos de punta, me permitieron vencer el tumor.
Es fácil ver a las empresas farmacéuticas como los villanos de este proceso, pero eso no resuelve la cuestión. Casi siempre son empresas de capital abierto, que se financian principalmente a través de acciones en la bolsa de valores, compitiendo entre sí y con otras corporaciones, de diversos sectores económicos, para financiar los costos crecientes de las investigaciones y tests con nuevas drogas. El principal atractivo que ofrecen a los inversores es el lucro, aunque eso choque con las necesidades de los enfermos.
Para dar el retorno pretendido, antes que la patente expire, la nueva droga es vendida a precios absolutamente fuera del alcance de la mayoría de las personas. Hay tratamientos contra el cáncer, por ejemplo, que llegan a costar 40 mil dólares cada aplicación. Y, al contrario de lo que se podría imaginar, la competencia no está favoreciendo la reducción gradual de los precios, que son cada vez más altos con cada nueva droga que es producida. Sin hablar que ese modelo, guiado por el lucro, lleva a las empresas farmacéuticas a privilegiar las investigaciones sobre enfermedades que den más retorno financiero.
El alto costo de esos tratamientos ha hecho que los planes privados muchas veces busquen justificativos para no permitir el acceso a los mismos, y que los gestores de los sistemas públicos de salud se vean, en función de los recursos finitos de los que disponen, frente a un dilema: mejorar el sistema de salud como un todo, basado en padrones estándar de calidad, o priorizar el acceso a los tratamientos de punta que muchas veces son justamente los que pueden salvar vidas.
El precio absurdo de los nuevos medicamentos impidió la llamada economía de escala: en vez de pocos paguen mucho, los remedios se pagarían –y serían mucho más útiles- si fuesen accesibles a más personas.
La solución, obviamente, no es fácil, pero no nos podemos conformar con el actual estado de cosas. Porque se tiende a agravar en la medida en que más y más personas reivindican, con toda razón, la democratización del acceso a nuevos tratamientos. ¿Quién, en su sano juicio, dejaría de luchar por un mejor tratamiento para la enfermedad de su padre, de su madre, su conyugue o su hijo, especialmente si trae mucho sufrimiento y riesgo de vida?
Se trata de un problema tan grave y de enorme impacto en la vida –o en la muerte- de millones de personas, que debería merecer una atención especial de los gobiernos y de los órganos internacionales, y no solo de sus agencias de salud. No puede, en mi opinión, continuar siendo tratado apenas como una cuestión técnica o de mercado. Debemos transformarlo en una verdadera cuestión política, movilizando las mejores fuerzas de los sectores involucrados, y de otros actores sociales y económicos, para formularlo de una manera nueva que sea al mismo tiempo viable para que produce los medicamentos y accesible para todos los que precisan utilizarlos.
No ejerzo hoy ninguna función pública, hablo apenas como un ciudadano preocupado con el sufrimiento innecesario de tantas personas, pero creo que un desafío político y moral de importancia debería ser objeto de una conferencia internacional convocada por la Organización Mundial de la Salud, con urgencia, en la cual los distintos sectores interesados discutan francamente como compartir los costos de investigación científica e industrial con el objetivo de reducir el precio del producto final, colocándolo al alcance de todos los que necesitan de él.

No hay duda de que deben tenerse en cuenta los intereses de todos los sectores vinculados a la medicina avanzada. Pero la decisión entre la vida y la muerte no puede depender del precio. 

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